"LA manzana de la discordia". En Mitos Antiguos de Grecia y de Roma (p.88). Longseller, 2006.
La bibliotecaria nos hizo pensar en los Cuentos Maravillosos a los que aludía:
manzana y espejo mágico, junto al tema de "la más bella"...
la venganza de quien no fue invitada a la fiesta donde estaban todos...
Y saber que esos cuentos tradicionales tienen unos 500 ó 600 años, mientras los mitos datan de la antigûedad y cumplen más de 2000 añitos. Por lo que pueden también basarse o tomar cosas prestadas de éstos.
Asimismo, por tanta lectura de Teseo y el Minotauro, la biblio Marina nos propuso leer un par de cuentos, de Jorge Luis Borges:
Los dos reyes y los dos laberintos
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más)
que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a
sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y
sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que
entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la
maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del
tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer
burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde
vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró
socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna,
pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que,
si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia,
juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan
venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo
al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto.
Cabalgaron tres días, y le dijo: “Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del
siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas
escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre
el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas
galerías que recorrer, ni muros que veden el paso.” Luego le desató las
ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de
sed. La gloria sea con aquel que no muere.
La casa de Asteriòn
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de
locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias.
Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo
número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los
animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el
bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo
hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los
que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que
no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un
prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que ho hay una
cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la
noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe,
caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el
sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey
dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se
encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras.
Alguno, cro, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madra; no puedo
confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un
hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es
comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no
tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he
retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no
ha consentido que yo aprndiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y
los días son largos.
Claro que no me faltan distacciones. Semejante al
carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al
suel, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor
y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta
ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos
cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha
cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el
que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le
muestro la casa. Con grandes reverencias le digo:Ahora volvemos a la
encrucijada anterior o Ahora desembocamos en
otro patio o Bien decía yo que te
gustaría la canaleta o Ahora verás una
cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente
los dos.
No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado
sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar
es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son
catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es
del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de
fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he
alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo
entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son
infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero
dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado
sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme
casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para
que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las
galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos
minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensantgriente las manos. Donde
cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras.
Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su
muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la
soledad, porque sé que vive mi redeentor y al fin se levantará sobre el polvo.
Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve
a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me
pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre?
¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce.
Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro
apenas se defendió.
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